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"No hay norma moral lo suficientemente fuerte para hacer caer la pirámide".

Eso dijo 505 el día en que intenté abrir el maletero. A pesar de que me lo había advertido, de que era la única norma inquebrantable del contrato que me unía a ella, a pesar de que sabía que no quería saber nada. A pesar de todo lo que quería retenerme, mi mano se movió sola hasta la cerradura. Ella acababa de entrar en el edificio. Me dijo que no saliera del coche.

Ojalá le hubiese hecho caso.

—No eres diferente a ellos, Paul - murmuró, su voz un haz que me alcanzó como un cuchillo, casi de forma tan peligrosa como el cañón metálico que presionaba la piel de mi barbilla.

Había sido demasiado rápida, en dos movimientos ya había golpeado mi espalda la chapa grisácea de su coche y traído hasta mi rostro la pistola que siempre llevaba en el cinturón. No lo había visto venir. Aunque, de haber sido así, tampoco podría haberlo evitado. La impasibilidad de sus ojos me lo dijo. No era la primera vez que lo hacía y no sería la última.

No supe qué decir.

A pesar de su tranquila mirada, sus labios se cerraban tensos hasta que volvió a hablar. No entendía por qué el tono de su voz me hacía temblar. Entonces todavía no lo entendía.

—¿No te has preguntado nunca por qué tu casa sigue en pie, P? ¿O por qué sigues entrando y saliendo de la universidad como si vivieses en el siglo veintiuno? En esta ciudad hay árboles todavía, pero la rodean kilómetros de ruinas, de desierto. ¿Cuántos cadáveres has apartado de tu camino sin comprobar si seguían calientes?

Un nudo se había enredado en mi garganta, haciendo difícil hasta respirar.

—Hay cosas ahí fuera que vosotros no necesitáis saber.

El sonido del seguro de su arma tensó todavía más mi cuerpo, obligándome a cerrar los ojos. Solamente pude abrirlos cuando la presión que su mano ejercía sobre mi pecho desapareció y su cuerpo se separó del mío. Ni siquiera me había dado cuenta de cuando había quitado el seguro, pero no quería pensarlo, no quería saber que me había estado apuntando con un arma lista para disparar en cualquier momento.

Podría haber muerto por mi arrogancia.

Y ella estaba allí, a dos metros de mí, respirando el frío aire invernal que nos rodeaba y expulsando lentas bocanadas de vapor, con la mirada perdida demasiado cerca, pero demasiado lejos de mi alcance.

Había caído en el lugar equivocado.

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Parecía una persona completamente distinta cuando empezaba a silbar. Se apoyaba en el respaldo, bajaba la ventanilla y la pereza se disipaba alrededor de sus finos labios cuando cerraba los ojos y destensaba casi todos los músculos de su cuerpo.

Durante todo el viaje no había dejado de hablar, girando bruscamente en cada curva del camino, sin quitar el pie del acelerador, riendo de la forma más sádica que había escuchado jamás. Y con esa sonrisa de insana demencia en los labios. Me sorprendía cada día.

La conocía desde hacía dos meses cuando me ofreció el primer trabajo. No tenía que hacer nada, dijo. Mi única labor era sentarme en el asiento del copiloto y vigilar que no se quedara dormida. Si eso sucedía debía despertarla y empujarla al asiento de atrás antes de que nos matara a ambos. Sabía como dejar las cosas claras. Pero nunca había sucedido todavía. Le encantaba conducir, dar vueltas por cada ciudad como una loca fuera de control que ha olvidado el pedal de freno.

Tampoco podía quejarme.

Mi vida sin ella no pasaba de la monótona y aburrida carrera universitaria de cualquier joven de nuestro tiempo. Había tantos puestos de trabajo libres que nadie intentaba estudiar, nadie necesitaba hacerlo y nadie tenía interés en aprender por el placer de aprender. Pero allí estaba ella, sentada casi a diario en la misma silla al frente de la clase, anotando teorías y fórmulas, gráficos y esquemas de pequeños proyectos en los márgenes, como si el mundo no fuese lo suficientemente importante para desviar su atención.

—¿Qué estás pensando, P? - susurró y el escalofrío que me recorrió el cuerpo solamente pudo compararse con lo que sentí la primera vez que vi brillar algo entre su piel y el cinturón de cuero que le rodeaba las caderas.

—Que no conozco tu nombre real, 505.

Sus cabellos se deslizaron casi a cámara lenta cuando volvió su rostro hacia mí y una extraña sonrisa resolvió mis dudas mientras intentaba no preguntarme qué había más allá de sus "espera en el coche" y aquel "no te acerques al maletero" que sus ojos clavaron en mis retinas el primer día que me pagó por adelantado.

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Es cuando dejo de sentir la presión en mi antebrazo cuando paro de gritar y me vuelvo para mirar a quien salvó mi vida agarrándome cuando pretendía saltar a la carretera. El hombre tiene una expresión severa en el rostro, una extraña oscuridad en sus ojos pálidos y la línea tensa de sus labios solamente se relaja un segundo antes de elevar la vista hacia el centro del caótico tráfico del cruce más concurrido de toda la ciudad.

Ella está justo allí y el "ten más cuidado, chico" de ese hombre solamente me sirve para mandarme de vuelta a ese pasado que busco la forma de entender.

Después de desaparecer de clase de literatura, no vuelvo a cruzarme con L hasta el almuerzo. Está sentada en la rama de uno de los cerezos japoneses del patio trasero. No florecen como lo hacían en casa, pero esta pequeña sombra natural es lo más parecido a un hogar que puedo tener aquí.

Nadie suele venir a esta parte del instituto en invierno.

—Sabía que acabarías viniendo por aquí, O-ki-ta.

El tono juguetón de su voz mueve algo en mi estómago, algo que antes no estaba. Me hace sonreír. Ella sonríe como respuesta y antes de que me de cuenta ha bajado de un salto. Cierra el libro frente a mi nariz, a apenas unos centímetros, haciendo volar diminutas partículas de polvo que avanzan por mis vías respiratorias hasta hacerme estornudar.

Su sonrisa se ensancha y suelta una pequeña risa.

Cuando consigo recuperar la compostura, no sé si ha empezado a hacer calor o si mis mejillas se han puesto más coloradas que la sudadera roja que lleva puesta. Aguanto el picor de mi nariz haciendo una mueca que, al parecer, le divierte.

—¿Qué lees? - pregunto.

Camina, alejándose de mí.

—Eso no importa, Okita. La pregunta que debes hacerte es qué leeré mañana.

Y mis pies se mueven solos, mi cuerpo se mueve solo y mi mente ya vuela demasiado lejos cuando me doy cuenta de que la estoy siguiendo hacia el centro de esta ciudad de eléctrico ruido de neón.

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Enciende el cigarrillo antes de llevárselo hasta los labios. No es la primera vez que la veo, pero sí desde tan cerca. A pesar de que vamos a la misma clase, apenas nos hemos cruzado por los pasillos y muy pocas veces la he visto entrar en clase. Aunque viene a los exámenes, siempre. Ahora está sentada con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la verja metálica que rodea la azotea del instituto. Sólo estoy aquí porque Mike se aburrió de cargar él solo con la mierda.

Además del tío que esperaba junto a la puerta, hay otro apoyado en la verja.

Estoy a tres pasos de ella cuando alza la vista. Sus ojos son mucho más oscuros desde esta distancia, mucho más profundos, mucho más imponentes. No necesita nada más para infundir respeto. Una mirada y me tiene bailando la misma canción que todos los idiotas como yo bailan. Agachar la cabeza y dar un paso hacia atrás.

—¿Y bien? - gruñe, y su voz no es tan femenina como esperas con esos labios tan finos y esas facciones tan delicadas.

—Lo de siempre.

Hace un gesto con la cabeza al chico que espera a unos metros y levanta dos dedos antes de que él se vuelva.

—¿Vincent sigue en el sur? - no cambia un ápice su tono de voz. Resulta hosco, tan rasgado que parece arañar su garganta mientras sale, casi ofensivo. Mike parece muy cómodo, balanceándose en sus propios pies.

Sep. Nada cambia por allí, ya sabes.

—¿Y tu mascota? - En ese momento me mira, de reojo, con una sonrisa entre macabra y divertida en el rostro. No sé si alegrarme porque advirtiese mi presencia o salir corriendo de allí antes de decir alguna tontería.

Jimmy - dice Mike, señalándome con el pulgar, con desgana, sin apartar su mirada de ella -. Está con nosotros.

—Ya veo.

No borra esa sonrisa de su cara. No lo hace cuando deja de mirarme, ni cuando el tío llega con nuestro paquete. Se lo da a Mike y él me lo da a mí sin siquiera ojearlo. Mike le dedica una última sonrisa y ella da otra calada a su pitillo antes de dejar de mirarle.

Atravieso la puerta pensando que será la última vez que la vea.

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Llegaba cuarenta minutos antes de la cita. No le gustaban los imprevistos y mucho menos los que terminaban con más cadáveres y más trabajo. En esa zona de la ciudad el sol se ponía demasiado despacio y nunca podían estar seguros de que fuera a estar desierto. Pero nada podía hacer cuando se trataba de un pez tan gordo, no con algo tan difícil de encontrar y que podría valer tanto. Tenía que deshacerse de ello cuanto antes.

A unos doscientos metros del puente había un campo de fútbol, de tierra y sin vallar. Cuando pasó por delante todavía quedaban una decena de críos jugando a pesar de que sus madres les gritaban desde las ventanas de los edificios que lo rodeaban. Eran bajos, de tres plantas, no lo suficientemente altos como para que pudiesen verles desde las azoteas. Tampoco servirían como escudo si las cosas se ponían feas y su cliente contaba con un francotirador en sus líneas. Esa clase de cabrones solían llevar más guardaespaldas que el presidente.

Encendió un cigarrillo e inhaló muy despacio, quemando sus vías respiratorias hasta sus pulmones. Esa clase de dolor físico era lo que más la relajaba en ocasiones como esa, mientras seguía con la mirada a un joven vestido de repartidor que atravesaba el puente. La gorra le cubría el rostro. Podría ser cualquiera. En esa ciudad de millones de rostros, cualquier voz podría ser la suya. Otro de los riesgos que debía correr.

A pesar de los lejanos gritos de los niños y sus madres, ese barrio solía ser bastante silencioso por las noches. La zona sur de la ciudad había sido el centro industrial años atrás, antes de la segunda crisis. Apenas dos fábricas habían resistido a los cierres, las manifestaciones y el vandalismo de los despedidos. La cercanía de la planta nuclear tampoco favorecía a la revitalización de esos pequeños barrios. Por ese motivo, ese puente era uno de los mejores lugares para cierto tipo de transacciones. Poca gente se atrevía a cruzarlo. Preferían tomar el desvío de diez minutos alrededor de la vieja urbanización sindical.

El chico desapareció sin llamar demasiado la atención. Cuarenta minutos podían ser demasiado largos a veces.

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En el momento en que grité, todo el día pasó ante mí como en una película cutre de los años noventa. Me salté el continuo temporal, retrocedí hasta el primer momento en que la vi y traté de fijarme en todo aquello que había pasado por alto. Había estado demasiado ciego, por irónico que resultase entonces.

Primera hora de la mañana. No es el primer día de clase pero un par de estudiantes nuevos aparecen. Ni siquiera se dignan en presentarlos. Él se sienta en la primera fila, ella justo detrás de mi mesa, al fondo de la clase. Llevo años sentándome junto a la ventana, por la calma, por lo fácil que es evadirse. Así mis notas se resienten.

Ella no dice nada hasta el segundo periodo. Bufa entre dientes porque odia la literatura. A mí me sorprende porque entró con una novela bajo el brazo y pasó toda la lección de matemáticas leyendo, así que tengo que girarme y poner esa mirada de explicaciones a mí.

Antes de que pueda decir nada, sonríe. No es una sonrisa normal, hasta yo puedo notarlo teniendo en cuenta que no demasiada gente me ha sonreído en mi vida. Es una sonrisa enorme, que muestra dos filas de dientes relucientes. Una sonrisa que también se ve en los ojos, brillantes y azules como no los había visto nunca. Así que al final no digo nada y vuelvo a mirar al profesor, que no para de hablar sin decir nada, como siempre.

—Puedes llamarme L.

Es ella, desde ahí atrás, con su sonrisa hablándome sin que pueda verla. Y sin darme cuenta estoy sonriendo yo también.

Okita - murmuro. Vuelvo mi rostro hacia la ventana y busco su reflejo, pero el sol brilla demasiado y no puedo ver nada.

Antes de que pueda continuar la conversación, ella ya ha abandonado la clase. No puedo evitar pensar en ninjas... ni reírme solo.